La omisión de la familia Coleman: Un retrato familiar
Existe magia en la sala de Timbre 4, pues, al ingresar y recorrer el escenario aceptas de antemano la convención: una cama tubular con infinidad de ropa para arreglar, un sofá en el centro y frente a él una mesa pequeña, un estante con cachivaches que no se usan, sillas y más sillas. Esa magia te permite ser cómplice de lo que va a suceder -o está sucediendo-, las luces se van apagando y poco a poco solo quedan las de la escena, una gama de ámbar que produce una cierta intimidad. Un pacto entre público y grupo artístico.

La omisión de la familia Coleman me recuerda a esos viejos álbumes de fotografías analógicas donde aparecían familiares olvidados, cumpleaños con tortas en un comedor metálico, risas de niños sentados en un sofá, la abuela joven, la madre amamantando a los pequeños, la mirada de una niña cuidando a otra niña cuando recién entraba a la pubertad, tías, sobrinos, primas, parientes lejanos, cercanos, vivos y/o muertos. Esas fotografías con puntos de agua mostrando el deterioro de las imágenes suspendidas en el tiempo.
Cuando descubrí que la obra se había estrenado en el 2005 quedé sin palabras, me preguntaba ¿cómo una obra de hace tantos años puede seguir manteniendo viva la chispa? como esas relaciones duraderas donde sigue prevaleciendo la consigna de construir a pesar de los tiempos, la pandemia, las crisis económicas, los miedos y la incertidumbre del futuro. Y es que construir a pesar de no es fácil, menos en el teatro latinoamericano, donde no se sabe quiénes van a estar en una obra, si va a valer la pena hacerla, si vamos a luchar con las uñas y con la idea del amor al arte, y bueno, creo que esta obra hace parte de eso. La esperanza de hacer teatro y mantenerse firme en el tiempo, no con la nostalgia de ver un amor imposible y olvidado, sino con el orgullo de acariciar la mano y decir sí, seguimos juntos y lo seguiremos hasta que no podamos más. Por ahora, podemos.
En el voz a voz y preguntando a amigas argentinas me comentaron que la obra empezó en una especie de creación colectiva. Gracias a la improvisación y a los juegos escénicos fue apareciendo y gracias a Claudio Tolcachir este texto se organizó en obra bajo su dirección y mirada externa. La dramaturgia hace parte del Teatro por la Identidad publicado en el año 2014.
La obra te presenta diferentes personajes como la abuela (Cristina Maresca), su hija Meme (Miriam Odorico), los hijos de Meme: Verónica (Inda Lavalle), Damián (Gonzalo Ruíz), Gabi (Natalia Villar) y Marito (Fernando Sala). También están otros personajes que hacen parte del círculo social de Verónica, Hernán (José Frezzini) y el médico (Jorge Castaño). Cada uno tiene un tempo-ritmo que aporta al desarrollo de la trama y marca una combinación de colores, personalidades y puntos de vista que enriquecen la pieza y aportan al conflicto dramático. Desde Meme, la familiar que quedó embarazada a temprana edad y no logró conocerse más que siendo mamá y niña al mismo tiempo. Aquí vale la pena resaltar el trabajo de Odorico, el juego constante, la mirada de niña, la ingenuidad y el deseo por escapar de una casa que la vio obligada a dejar sus mejores años. Todo el tiempo, por más disparatada que fuera su acción, agradecía a la actriz el trato del personaje, el dejarla fluir para existir en esos minutos de representación. Contrario a Meme se encuentra Marito, un joven con un problema cognitivo leve, quien, es el único personaje que no varía en toda la puesta en tanto no hay un límite físico, es decir, el límite o conflicto se conoce por los demás y yo, como espectadora, soy cómplice de ese silencio, de esa muerte lenta y a solas. Sala construyó un personaje basado en la pausa, la monotonía, la mirada al horizonte y la calma, como una olla pitadora que está a punto de explotar. Aunque, en este caso, la pitadora no explota, muere asfixiada por su interior.
Los contrastes claves de la pieza quedaron en las manos de Lavalle y Villar, ambas actrices proponían una velocidad muy orgánica en su discurso, la urgencia entre el salir de paso, como es el caso de Verónica y el ser la base de un hogar a punto de derrumbarse en el caso de Villar. Esta amalgama de contrarios, pero de cabezas de familia, permiten que el contraste se de no solo a nivel interpretativo, sino a nivel dramatúrgico. El contraste entre la mujer que pudo salir adelante porque dejó a un lado a su familia y la niña-mujer que debe hacerse cargo de su hogar para cuidar a su abuela, a su madre y a sus hermanos. A esta pareja de mujeres se le suma el rol de la abuela, donde Maresca hace uso de su casting visual y de su timbre de voz para convertirse en la familiar conciliadora, la balanza entre dos mundos que se chocan: el progreso y la costumbre. Esta abuela permite descubrir a las abuelas de muchas familias, la que lidia con el borracho, con el ladrón; la abuela que es capaz de darlo todo, hasta su cama, en este caso. Un papel tan enternecedor y frágil, que, creo, merece una imagen más fuerte para cerrar su paso en la obra. Una imagen poética.
Entre los hombres encontramos otra serie de discursos en los cuales no ahonda la obra, pero que, igualmente, permiten una cierta identificación: el papel de Damián, el pillo de la familia, alcohólico, frustrado; Hernán, el chofer de Verónica, un hombre con cierta calidez humana, casi al mismo grado que la del médico. Estos contrastes entre personalidades, formas de actuar y constante riesgo, permiten que cada hombre tenga una cualidad particular que suma a la obra, ninguno está de más.
Sobre la disposición y la puesta
De todas las obras de teatro que he visto hasta el momento, las obras que tienen que ver con Timbre 4 me hacen pensar en la importancia de la convención, del hacer teatro, del acuerdo entre público y artistas sobre la realidad escénica: ¿y si esta silla es una puerta y cada vez que se choca con el piso es porque se abre o se cierra? Como espectadora agradezco esos juegos y los acepto como parte de la realidad que estoy viendo porque el teatro, por más palabras que tenga, por más hiperrealista que quiera ser, no puede ligarse únicamente a lo discursivo sino apostarle a la creación de imágenes visuales, sonoras; el teatro en sí es la recreación de un mundo y ese mundo también tiene una poética que no se centra solamente en el habla. El lenguaje también se traslada a comunicar sin hablar, como lo es el caso de la cama llena de ropa, la actriz sentada de espalda al público, el mate sin agua y sin mate. Todo lo que está en escena comunica y genera una sensación de complicidad. Qué agradable es cuando esa vulnerabilidad al estar expuestos se goza y se aprovecha al máximo.
También debo hacer énfasis en la disposición escenográfica donde el sofá es el centro del conflicto: de un lado está la casa, del otro, con una luz blanca, la cama del hospital. Y menciono el sofá porque es el gran detonante para la imagen de cierre, la fotografía con la marca de agua justo en el rostro del familiar olvidado, ese que una vez vino a visitarnos y ahora está perdido en las encrucijadas del pasado. Quizá la gran omisión tenga que ver con el significado de la fraternidad.
La omisión de la familia Coleman se presenta los viernes a las 21hs en el teatro Timbre 4, México 3554.
M. Andrea Soto
