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Crítica: Mi hijo solo camina un poco más lento

Written by: Ana García
Last updated: 1 de noviembre de 2022
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(Una pieza croata)

Mi hijo solo camina un poco más lento (una pieza croata) es una obra escrita por Ivor Martinic y traducida al español por Nikolina Zidek. Gracias al marco del Festival Internacional de Dramaturgia Europa + América 2014 se estrena bajo la dirección de Guillermo Cacace. La obra narra el día de cumpleaños de Branko, un chico de 25 años que sufre de una enfermedad que ha ido deteriorando su movilidad, por lo que, desde hace un tiempo se encuentra en silla de ruedas.

La obra es un drama familiar que transita por varios estados de ánimo debido a los conflictos internos de cada personaje, la precariedad económica y la vejez. Cada integrante de la familia lleva consigo un silencio y una carga de su pasado que determinan su presente. Sin embargo, y a pesar de todas las adversidades, se mantiene un vinculo fraterno, una especie de abrazo cuando todo está mal. Y es, precisamente en este aspecto, donde radica el ingenio de Cacace y la habilidad de cada uno de los intérpretes de esta pieza: encontrar la poesía en las pequeñas cosas.

Un escenario desnudo

Sin grandes tramoyas, sin juegos de luces, sin vestuarios ultraelaborados. Solamente luz general, tanto en la sala como en el escenario; unas sillas ubicadas en primer y segundo plano, una especie de papelitos blancos en el suelo y otra silletería rodeando lo que podría ser estar fuera de escena, aunque se siga actuando. Cada uno de los elementos aporta al mundo del cual el director y los intérpretes se adhieren para narrar el drama. Por ejemplo, el empleo de sillas con colchas deterioradas, como diciendo te podés sentar, aunque el tapizado esté dañado. Allí radica el encanto y la poética de esta obra.

Al ingresar a la sala vemos a los actores y a las actrices recorriendo el escenario, preparando su personaje, mirando al público. Lo que podría parecer una ruptura de la cuarta pared donde, evidentemente, el grupo artístico hablará a los espectadores, en realidad es una invitación a esas casas donde no hay nada más que comer, pero siempre habrá una taza de café o un pedazo de pan para compartir. El calor de un hogar humilde que atraviesa continentes e idiomas.

La puesta juega con todo el texto, incluyendo las acotaciones de este. Es decir, hay un personaje acotador -interpretado por Juan Andrés Romanazzi– que, cada tanto, va describiendo las acciones físicas de los demás personajes, sus entradas y salidas. Todo esto lo hace como un integrante más de la familia, una persona que puede opinar e interactúa con el elenco porque forma parte de él. A esto se le suma la presencia del director en la sala, también siendo partícipe de la acción como espectador vinculado a la trama. Cacace dirige sentado en las gradas y acompañando al elenco como si fuera un espectador más. O en este caso, un invitado más. 

Reír para no llorar

Si bien, la obra transita un tema en torno a la discapacidad y a la precariedad económica, también tiene muy buenos momentos de humor apoyados en los disparates de uno de los personajes llamado Ana, interpretado por Pochi Ducasse. Ella es la abuela, la madre y la mujer con más edad en el hogar. Ha perdido la memoria y se aferra a recuerdos inventados que irá sosteniendo en toda la trama hasta aceptar que sí, son inventados, pero son recuerdos lindos porqué deberíamos enamorarnos. La gracia y honestidad de Ducasse permiten a los espectadores conmoverse con cada uno de los madrazos que dice, con el odio que siente a su esposo Oliver -interpretado por Luis Blanco– y el amor imposible -o inventado- de un Víctor que nunca aparece en escena, pero está presente en su memoria. Como espectadores nos fijamos en cada paso que da, en cada caminata y en la gestualidad tan sutil para describir cualquier frase en escena. El manejo de imágenes de la actriz es abrumador y se compenetra muy bien con relación a los demás actores y actrices. Una de las escenas más conmovedoras es cuando recuerda el incendio. No sabemos qué pasó en sí, pero entendemos que fue algo real, tan real que quema su pecho.

Otro de los personajes que transita por ese ir y venir en torno a la culpa es Mía, encarnado por Paula Fernández Mbarak, ella es la madre que ha perdido su belleza de joven, la madre que carga con una culpa porque su hijo no camina bien, solo un poco más lento. La vemos como la madre cabeza de hogar, aunque tiene esposo, que lleva las riendas y que se agobia por no decir feliz cumpleaños en la mañana. Una madre que decide entregar la vida a su hijo y que, en medio de todo el caos, solamente tiene un instante -desgarrador- en el que le pide perdón a Branko por su enfermedad. Es quien ejecuta el clímax de la obra, una mujer con matices chejovianos que transita entre el hubiera del pasado y lo que es del presente. La relación que se teje con su esposo Roberto (Antonio Bax), dan un contraste entre el humor de la rutina y la costumbre de una pareja frente al drama y el dolor de una madre frustrada. Todo lo contrario a la relación que se teje entre Rita (Clarisa Korovsky) y Miguel (Aldo Alessandrini), una relación de cuidado donde Rita es quién tiene la última palabra en ese matrimonio. La escena entre Rita y Mía hablando de su juventud y del porqué decidieron casarse expone un conflicto en torno a los estereotipos de belleza femenina y a la determinación que tiene cada mujer: ser o no ser madre, en el caso de Rita, ella prefirió adoptar un gato y un perro, posiblemente, en el futuro, también un ave.

Existen paralelos de relaciones afectivas entre diferentes generaciones, en este caso las más jóvenes radican entre Doris (Romina Padoan) y Tin (Gonzalo San Millán), quienes empiezan todo el romance joven-adulto, el sentir mariposas que van explotar en mi estómago, los primeros flechazos del amor, ejecutados actoralmente desde el contraste: Doris es una joven acelerada, novata, probablemente sea uno de sus primeros enamoramientos; en tanto que Tin es más lento, medio despistado y algo imprudente. A esta dupla se le agrega la de Branko (Juan Tupac Soler) y Sara (Julia Gárriz), un amor que roza con lo adolescente por la impulsividad de Sara y la timidez de Branko.

En rasgos generales, cada interpretación tenía el matiz exacto para fluir en el conflicto del drama. Si bien, como espectadores, cuando vemos una obra tendemos a fijarnos más en uno que otro intérprete, en este caso, todas las actuaciones confluían de tal manera que un personaje no podría existir sin la replica y construcción del otro. Todo el elenco hacía parte de un mismo mundo que permitía reconstruir y vivir, en tiempo presente, cada risa, cada silencio, cada impotencia. La escena final, donde Branko -después de aceptar que se siente bien sentir el cariño de alguien-, es alzado por Sara para bailar, demuestra la sencillez de un gesto. Un simple movimiento provoca toda una serie de imágenes y recae en una acción física: una actriz ayuda a parar y a sostener a otro actor.

Una pieza croata en Latinoamérica

Una de las conversaciones que siempre compartimos las personas que somos de Latinoamérica es hacer una especie de lista sobre las razones por las cuales nuestro país está peor que el otro. Es así como, mientras tomamos un café definimos cuál grado de violencia es más alto, en dónde hay más tasas de hurtos, qué presidente ha exprimido más la deuda externa o cuál fue el colmo de los colmos entre políticos y políticas públicas. Una sensación de fraternidad que toca la precariedad y los bajos recursos de la historia de nuestro continente y, que, gracias a esta obra de teatro, nos permite hacer un alto para reírnos de ello. Para entender, en el caso de las personas que hemos estado vinculadas al tema de la discapacidad de diferentes maneras, que a pesar de lo tormentoso que pueda ser el diario vivir siempre es un buen momento para enamorarnos, como diría Ana.

Mi hijo sólo camina un poco más lento (una pieza croata) se presenta los domingos a las 20:30hs en el Teatro Timbre 4, México 3554 / Boedo 640.

M. Andrea Soto

TAGGED:crítica mi hijo solo camina un poco más lentoguillermo cacacemi hijo solo camina un poco maás lento
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